Parece que es un lugar común el pensar que todos buscamos la felicidad, aunque a veces nos boicoteemos a nosotros mismos proveyendo caminos para la desdicha. Pero eso no lo sabemos, en el fondo buscamos ser felices en cada uno de nuestros pequeños actos, sea con la comida, con los viajes, con las charlas amistosas, con nuestras diversiones, lecturas o aficiones musicales o deportivas. Nos atraen cosas que esperamos que nos hagan felices.
Sin embargo, no todo está tan claro porque en la crónica de las vidas, no sobresalen esos momentos de satisfacción benévola a que nos lleva nuestro instinto de la felicidad. En la vida, hay otros momentos los que se nos imponen y que muchas veces están unidos a una intensa adversidad. Recuerdo la conversación con una amiga que padeció un durísimo cáncer de pecho que recordaba la radio y la cruel quimio que vivió durante cerca de un año. Recordaba con una intensidad cenital la solidaridad entre las mujeres que se reunieron en la quimio para afrontar la dureza del tratamiento. Se creó un vínculo entre ellas de una dimensión muy profunda y mi amiga lo recordaba como un proceso luminoso que acabó, de momento, bien. Y en la misma dirección, he leído vivencias de prisioneras del gulag soviético al que fueron llevadas por Stalin en condiciones límite a más de cincuenta o sesenta grados bajo cero. Y cuando lograron salir de allí, lo que recordaban luminosamente era la experiencia de la solidaridad y la generosidad entre las prisioneras, todo vivido con una intensidad que no se volvió a repetir en sus vidas.
También en la guerra se da esa camaradería profunda entre combatientes, de modo que los momentos experimentados en acciones bélicas ocupan un lugar inenarrable e imposible de transmitir a nadie que no haya vivido aquello. Y, de hecho, los exsoldados no quieren hablar de lo que vivieron porque nadie lo podría comprender, y en consecuencia, la vida normal es anodina frente a acontecimientos de una fuerza inexplicable, y se vuelve a ellos de modo instintivo para reencontrarse con experiencias límite.
No ha habido en mi vida situaciones de tal envergadura, pero presiento por algunos pálpitos que en las vivencias extremas el ser humano se ahonda y llega a fronteras inexplicables, aunque muchas veces dichas fronteras están marcadas por el dolor más radical.
Parece que en la vida nos habituamos a la rutina y amamos la rutina como una experiencia tranquilizadora, no nos apetece salir demasiado de nuestros goznes vitales y tener la sensación de que podemos controlar nuestros parámetros. Sin embargo, son aquellas posibilidades que estallan con el dolor o la tensión extrema, o el miedo abismal o la desesperación más aguda, las que nos abren territorios inexplorados y abiertos a la profundidad más incierta. El riesgo nos hace vivir intensamente. Tal vez por eso, gustan experiencias que parecen ponernos en vértices intimidantes.
Los pasajeros del avión que cayó en los Andes y vivieron setenta y un días en el límite, jamás podrán olvidar aquello que vivieron y para ellos será el momento cenital de su vida, nada habrá que pueda comparárselo. Todo lo que han vivido después será un pálido reflejo de lo que pasó en la sociedad de la nieve donde tuvieron que elegir entre un tabú cultural -la antropofagia- y morir simplemente.
Hay etapas de mi vida que fueron inmensamente desdichadas. Muy de niño, tuve que soportar la presión de un dolor gigantesco. Sin embargo, no envidio lo que pudiera haber sido una infancia feliz porque tan pequeñito tuve la ocasión de entrar en una especie de Auschwitz emocional que me llevó a ver vértices de la vida inalcanzables para una experiencia normal. No reprocho nada a nadie, aquello fue así y me hizo ser como soy para bien y para mal.
El ideal de una vida placentera, sin extremos, parece ser nuestro norte existencial, y lo entiendo, pero la profundidad de la dimensión humana está más allá de estereotipos. Recuerdo la experiencia de la ilustradora Laurie Lipton que fue violada a los cinco años. Para ella aquello fue horroroso y supuso un dolor que ha trabajado en sus dibujos a lo largo de su vida, y estos tienen una fuerza cósmica aterradora. Laurie Lipton agradece a su violador porque le hizo artista, dice en una entrevista, le abrió un universo de sufrimiento y profundidad que no se le hubiera hecho patente de ninguna otra forma.
El mismo Dostoievski vivió una experiencia terrible cuando le pusieron ante el pelotón de ejecución y en el último momento le conmutaron la pena por la de presidio y deportación durante siete años. Aquello le cambió la vida, y le transformó profundamente. Ya no volvió a ser el mismo. El escritor que volvió de Siberia era profundamente cristiano porque había hallado en Cristo un ejemplo de sufrimiento extremo con el cual se identificó como ser humano.
Podría extenderme mucho más pero no quiero abrumar a los lectores de este blog. Solo quiero dejar claro que la vida en su dimensión profunda va unida a hechos o situaciones que no deseamos, ¿quién las va a desear? ¿Quién va a desear que lo deporten o tener cáncer o que le torturen o quedarse perdidos en los Andes? Sin embargo, la vida es enigmática y puede mostrar caminos en la más absoluta desolación y en el más agudo sufrimiento. Cuando alguien me exhibe sus placeres cotidianos, siento alegría por esa persona, pero sé que hay algo que está más allá.