He sido profesor de literatura muchos años y durante buena parte de mi experiencia como docente hice leer a mis alumnos de dieciséis y diecisiete años libros como El Lazarillo, La Celestina, El cantar de Mío Cid, El libro de buen amor, obras de Lope y Calderón, La lozana andaluza... sin que eso supusiera un problema esencial. Me refiero en los años ochenta y noventa cuando existía el antiguo BUP. El lenguaje de los clásicos no era un problema para poder disfrutar, con la adecuada aportación del profesor, de su lectura.
Mi hija nació en 1997 y ya vivió en su adolescencia el mundo de los móviles inteligentes -se salvó en su niñez de ellos-. Pienso que esto fue un proceso general. La tecnología se ha impuesto como realidad existencial y ha desarrollado un lenguaje concreto muy simple, puramente explicativo, apoyado en emoticonos y avatares que evitan el recurso a la sutileza y el estilo. No se soportan registros complejos en cuanto a estructura de composición. Todo tiene que ser explícito y directo, además de esencialmente rápido. Y yo diría que transparente, no se admite la ambigüedad que incite a la perspicacia del lector para desentrañar el mensaje. Y, en tal caso, la literatura del pasado se hace ilegible tanto por el estilo como por los temas y tratamientos. Y todo se juzga estilística y moralmente desde la perspectiva única de nuestro tiempo en una suerte de presentismo absoluto. El mundo del pasado, que respondió a circunstancias diferentes del nuestro, se siente como ajeno y se lo juzga como lento, complicado, aburrido, además de machista, clasista y racista. Y deja de interesar a los lectores jóvenes que lo ven totalmente diferente del tiempo de vibración de un presente absoluto. Nos hemos distanciado en todos los sentidos de obras clásicas que resultan totalmente inabordables y anticuadas.
El criterio que se impone a todas luces es de que una obra no debe ser aburrida y tiene que ser clara y sin florituras estilísticas que nos distancien de un mensaje que también debe ser de nuestro tiempo, que responda a nuestras coordenadas vitales.
Los clásicos y la literatura de más de veinte años -y aun soy generoso- está alejada de los gustos actuales y no se lee por parte de lectores jóvenes -piénsese que me refiero a los que precisamente leen y no a los que no leen nada que es lo más común-.
Paralela y sorprendentemente, se da el fenómeno de que se publican más libros que nunca por medio de autopublicaciones, se utilizan los blogs como recurso expresivo, y hay plataformas como Wattpad, Scrivener, IA Writer, Ulysses..., que son utilizadas por creadores para dar forma a sus relatos de forma mayoritaria con un lenguaje actual y con referentes éticos, morales y de género que corresponden a lo que hoy se ha impuesto.
Son numerosos los talleres de escritura para escritores noveles que desean escribir su propia novela, aunque no sé si con una buena base de lecturas formativas. Me da la impresión de que no.
En conclusión, vivimos una realidad de aristas complementarias. Se lee poco, lo que se lee es rabiosamente actual, y por parte de muchos se intentan escribir narraciones o poemas en las redes sociales y plataformas citadas que se ofrecen a los lectores que desconocen las reglas básicas de la composición escrita fijadas por los clásicos. El mundo del pasado es un muermo lleno de aburrimiento por su fijación estilística y sus temas anticuados. Ahora se impone que hay que explicarlo todo y de forma transparente.
¿Leer El Quijote o La vida es sueño o La Regenta o Luces de bohemia?
Ni los más viejos del lugar ya lo intentan.