He hecho dos viajes a Madrid en los dos últimos años para ver obras de Angélica Liddell, autora catalana, cuyo teatro es abierta llaga que sangra. Ver un espectáculo de Angélica es enfrentarse a un desafío en que vas a ser puesto en el límite de un acto litúrgico y sagrado que se desarrolla en el escenario donde habrá violencia, tensión y tragedia para hacernos estar incómodos en nuestros asientos de buenos burgueses biempensantes. Su teatro y su obra literaria chocan tanto con nuestro estilo de vida acomodado que nos ponen tensos y no comprendemos cómo es posible vivir tan en el límite, tal como si cada día de la autora tuviera que elegir si se ahorca o se da un día más de vida.
Nuestra vida ha excluido lo sagrado de nuestros vértices existenciales. Somos esencialmente materialistas, no creemos en nada que signifique sentido que vaya más allá de una existencia banal y estúpida sin mayores riesgos vitales que, en su final, nos inyecten sedantes -morfina- para acelerar el tránsito hacia la nada. Nadie cree en nada, somos escépticos y cínicos, y solo nos atraen los valores humanitarios para intentar justificar nuestros pobres días sin dimensión que oscilan entre el último pedo que nos echamos o el regüeldo que diría Sancho ante una comida grasosa.
Pero ¿qué es una vida profana que haya perdido su vinculación con lo sagrado? En principio es una vida utilitaria y débil que solo espera lo más cómoda posible que el tiempo pase y no sea demasiado terrible la transición hacia el no ser, ese no ser del que creemos provenir. Y en medio, series, espectáculos, centros comerciales, creencias políticas, aficiones deportivas, tapas en los bares, algún libro y, sobre todo, opiniones triviales acerca de todo, un todo que carece de sentido porque carece del elemento de la sacralidad.
Decir que somos inanes es demasiado contundente pero es lo que pienso. Angélica Liddell nos pone en la tesitura de decidir si nuestra existencia sigue siendo tan banal como ella piensa, aunque la aplaudamos, o si decide erguirse y arriesgarse a tomar el centro de la plaza y afirmarse en el caos del universo. Supongo que los escasos lectores de este blog que ha huido de otros ámbitos más cómodos, se sienten desconcertados porque el autor no es precisamente un ejemplo de nada de lo que pregona: es banal, es trivial, es superficial y no es precisamente el oficiante de un sacrificio que implique la propia existencia en el juego a muerte que nos aflige.
Cuando era joven, leía con fruición obras existencialistas que buscaban un sentido, aunque no pareciera tenerlo. Leí a Beckett, a Kierkegaard, a la Youcernar, a Michel Tournier y su maravilloso libro Viernes o los limbos del Pacífico, leía a Nietzsche, leía dinamita pura para hacerme saltar por los aires en un juego devastador. Pero el tiempo ha pasado y me he ido acomodando, pero no he sido yo solo el que se ha acomodado, es toda una sociedad que ha elegido el camino de la sobriedad y no el de la locura, el camino del sosiego antes que el sendero místico. Solo la lectura de Angélica me lleva de nuevo a ese sentimiento de orfandad y de desarraigo ante la feria de la vulgaridad. Pero ya es tiempo perdido, nos espera el último restaurante de moda, el Napoleón de Ridley Scott, el último libro de Muñoz Molina -al que tanto admiré-, los últimos pactos políticos, la llamada ingenua y boba del progresismo que ha renunciado a casi todo por el ansia de sentirse bueno y justo ante un mundo que exige fuerza y decisión aunque ello implique sentirse sucio y delirante.
Los monjes son los últimos rebeldes. Comer bocadillos de calamares y pasta italiana son los mejores remedios para el dolor de existir. No vivimos, hacemos como si lo hiciéramos. En nuestras manos se concita toda la banalidad de existir sin sentir que haya algo que nos trascienda. Somos próximos al chiste de Jaimito, si es que Jaimito no fuera un intelectual que nos juzga por imbéciles.