Suelo hacer caminatas con un amigo con el que voy charlando cordialmente a lo largo de la excursión. Nuestros pareceres son muy contrastados, tan diferentes como si fuéramos un vegano radical y un carnívoro compulsivo. Tenemos proscrito el hablar de política y en cuanto surge el tema, lo orillamos. Él sabe que publico entradas y antes en el otro blog las leía aunque nunca comentaba. El otro día me dijo algo que me hizo pensar: que él no veía qué podía importarle a nadie su punto de vista acerca de las cosas. Y, pensado con lucidez, tiene razón. Hablar de cómo vemos la realidad o qué pensamos acerca de ella es algo intrascendente y no importa a nadie. Nada hay más calenturiento que nuestras aficiones, manías o devociones pías. ¿A quién diablos puede interesarle lo que piense un ciudadano anónimo que carece de toda relevancia? ¿No es más bien vanidad, ansia de figurar y de ser reconocido? He de reconocer que cuando leo en muchos blogs la plasmación de la personalidad del bloguero de modo que se proyectan sus simpatías y odios, sus gustos a antipatías..., me digo que qué interés tiene. Si me hablan de literatura, de toros, de política, de arquitectura, de sociedad... pienso que no dejan de ser apreciaciones subjetivas que no necesariamente he de compartir y mantengo mis distancias. Y ciertamente, la posición en el mundo de un sujeto no tiene mayor interés, salvo que la defina con un estilo netamente original y atractivo, pero lo de atractivo también es subjetivo. Hay blogs con cientos de comentarios y elogios mayoritarios cuyo estilo me parece vomitivo, hay blogs minoritarios cuyo planteamiento me parece excelente aunque al autor le importe un higo ser leído o no. Supongo que si publicamos -hacemos públicas nuestras reflexiones- es porque en el fondo no nos importa ser leídos y tal vez nos guste tanto como a un gato cazar gorriones o lagartijas, aunque se disimule.
Publicar es un ejercicio de inmodestia porque entendemos que tenemos algo que decir en un mundo de decenas de millones de personas que publican tuits explicando sus animadversiones y fanatismos varios. Queremos decir algo, queremos ser escuchados, queremos expresar nuestra subjetividad y queremos que alguien se haga partícipe de ella dándole a los likes o que nos comenten. A la mayoría nos gusta gustar, ser aprobados y recibimos mal las opiniones contrarias. Una vez le dije a un poeta que sus poemas no me gustaban nada y se lo tomó a mal, tanto que no me perdonó jamás aunque le enviara un correo pidiéndole disculpas por mi intemperancia.
Hay que dosificar cuidadosamente nuestros juicios porque ser demasiado sincero es peligroso y controvertido como una dosis de arsénico en la tortilla de patatas. La comunicación -ese tema que explicaba cada año en mis clases de lengua- es un ejercicio muy complejo en el que intervienen diversos factores como el emisor, el receptor, el código, el contexto y situación, el canal y, por supuesto, el mensaje. Parece algo simple pero es endiabladamente complicado establecer comunicación en un medio en que no nos vemos las caras, y presumiblemente, el emisor es alguien con un elevado ego, tanto como el del receptor. Y ambos se encuentran en un contexto que es la casa del emisor y en un medio electrónico en que se plasman mensajes en un código escrito, en este caso el castellano.
A todos estos factores, hay que añadir la dificultad de que el que escribe un mensaje en una situación determinada -el conjunto de su vida y su realidad presente- escribe para personas que tienen situaciones bien diferentes -vidas bien diferentes- y que todos proyectamos sobre lo que leemos nuestros subtextos subjetivos. No es fácil, en definitiva encontrarse aunque muchas veces hagamos un gran esfuerzo por que esto sea posible mediante saludos, cortesía, cordialidad, despedidas afectuosas... Tal vez es necesario añadirle a todo una buena dosis de amabilidad, tolerancia y generosidad pero cada uno es cada uno, y hay a quien le sale todo esto con extrema facilidad y a otros les cuesta mucho más.
No deja de ser un milagro la comunicación entre universos personales tan disímiles y complejamente distantes. No es sino un juego de egos luchando en la arena de un anfiteatro lleno de espectadores pidiendo sangre. Entiendo que es un ejercicio proceloso y puedo llegar a comprender la posición de mi compañero de caminatas de que es mejor el silencio, pero nosotros somos charlatanes y verborrágicos, además de vanidosos, una combinación peor que la de pasta italiana con mayonesa Hellmans.