Estas reflexiones que siguen lo son a propósito del último libro de Susan Sontag titulado Ante el dolor de los demás (2004), escrito poco antes de morir. Trata sobre el efecto de las imágenes de guerra en conflictos terribles como el de Ucrania, Gaza, Tigray, Yemen... Los medios y las redes sociales llenan sus publicaciones de imágenes pavorosas de víctimas de los conflictos. Pero la pregunta es si estas publicaciones escalofriantes nos sensibilizan o saturan en un mundo en que recibimos ochenta mil imágenes al día. “Es como si la imagen hubiera perdido su poder como transmisora de la crueldad y el sufrimiento”. ¿Promueven la solidaridad del espectador anónimo que vive en un contexto fuera de contexto o lo insensibilizan todavía más? ¿No es acaso esto un voyeurismo aceptable en sociedad que experimenta el que recibe las imágenes y cambia de canal o pasa de noticia saturado por algo que en el fondo le es ajeno y sobre lo que no puede hacer nada a pesar de su simpatía por las víctimas? Y es que es cierto, a menos que caigamos en un utopismo infantil, no hay manera de obligar a los que están fuera a prestar la misma atención a las imágenes que las que le presta un ucraniano o un gazatí.
Las imágenes han perdido totalmente su capacidad de elocuencia, salvo que la foto retrate una causa especialmente predilecta. Al resto, las imágenes tarde o temprano, le terminan hastiando. No somos máquinas altruistas ni nuestra cabeza y corazón son mecanismos de producir solidaridad ilimitada.
Ser espectadores de calamidades, decía Susan Sontag, es una experiencia propia de la modernidad. En el pasado, sucedían masacres en todo el mundo y los humanos las desconocían. Ahora, el bombardeo psíquico es tan intenso que hasta la simpatía actual está enferma. Sontag condenaba la simpatía tal como se entiende convencionalmente porque cuando simpatizamos con una causa, con el dolor de un pueblo o nación, “sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento”. Es como si la simpatía proclamara nuestra inocencia así como nuestra ineficacia, a pesar de nuestras buenas intenciones.
Y es cierto que muchos de los que seguimos conflictos como el ucraniano -que ya lleva dos años de horror- y el que tiene lugar en Gaza, o en el Yemen o en Tigray- sentimos simpatía por las víctimas, pero no podemos hacer más. “La compasión es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se pierde. Pero si sentimos que no podemos hacer nada nosotros, entonces comenzamos a sentirnos aburridos, cínicos y apáticos”. Esa misericordia es autocomplaciente y es inducida por los medios de comunicación. La capacidad de infligir dolor a los demás es ilimitada y estas imágenes son prueba de lo que unos seres humanos pueden hacer a los demás. El infierno de Bucha en Ucrania nos estremeció pero rápidamente fue ahogado por nuevas noticias. No era sorprendente y sí era imperdonable.
La simpatía se encuentra en un callejón sin salida, no da una salida moral. Mirar fotografías que reflejan grandes crueldades “impone la obligación de pensar lo que implica mirarlas”. Constatar que hay un infierno, no nos dice nada sobre cómo sacar a la gente de dicho infierno, ni de cómo apagar sus llamas.
El libro de Sontag, comentado por su hijo David Rieff, no ofrece una fórmula para convertir la compasión en solidaridad activa, no es posible fingir al respecto sobre nuestra capacidad intelectual más allá de los buenos deseos que se convierten en impotencia y en la inmensa mayoría en indiferencia y pasividad.