John acarició lentamente a su gatito Pancho imaginando el polvo inmenso que iba a tener esa noche, fruto de las friegas con testosterona que se iba dando las últimas semanas. Sentía por primera vez deseo desde hace mucho tiempo. Sus testículos estaban llenos de semen hasta los topes. Así que John preparó una cena con todo su amor a base de salpicón de marisco y lubina a la sal, acompañada de un vino blanco fresquito. Sentía su rabo enhiesto mientras picoteaba la lubina hecha al horno durante veinte minutos. Quería ofrecerle a Mary lo mejor de sí mismo, la más alta cualidad de su sexo ardiente, tras varios años de declive sexual en lo que único que funcionaba era la imaginación pero no la dureza de su miembro viril que se había quedado lánguido como si no tuviera nada que decir. Ahora, en cambio, lo notaba vivo y fogoso, apasionado, como si estuviera a punto de cantar un aria de ópera, esa composición musical que tanto amaban los dos cuando se ponían a cantar tras una dura jornada en la tintorería en que trabajaban. “Sí, ahora me siento bien, dispuesto y excitado, encendido a unos niveles que no recuerdo sino a mis veinte años”. La cena discurrió satisfactoriamente. John y Mary se tomaron la botella de vino blanco comprado en la tienda gourmet de El Corte Inglés. Las velas encendidas avivaban el salón y en la habitación del segundo piso había programado para que las dos lámparas tuvieran tonos cambiantes de chimenea encendida. Todo estaba a punto. Y no podía más. Su pantalón reventaba por la presión. Incluso había preparado unos artilugios para dar masajes en las partes más íntimas. Solo faltaba el queso con membrillo para cerrar la velada, junto a unas copas de cava.
Se fueron juntos a la cama, con las luces parpadeando, se desnudaron y él exhibiendo su firmeza y consistencia conseguida a base de disciplina y mucho dinero, se irguió como un leviatán con ánimo de ser el primer conquistador que subiera a la cumbre del máximo placer de la noche...
Lástima que esa noche hubo un escape de gas y la casa voló por los aires cuando John gritaba salvajemente y Mary, atónita, no dejaba de mirar asombrada y fascinada.